¿Existe la clase obrera? Es una pregunta muy compleja, que alguien hizo en la Cornellá de los tiempos del añorado García Nieto a principios de los ochenta. Era un estudio en el que su autora –de cuyo nombre desgraciadamente no consigo acordarme– planteó interrogar a los trabajadores de la fábrica más roja del cinturón rojo sobre su identidad social y política. Era un trabajo hecho a pie de obra, a ras de tierra, sobre cómo se veían los protagonistas más activos de la transición, la punta de lanza del movimiento obrero del Baix Llobregat, un fenómeno estudiado incluso por el MIT, Massachussets Institute of Technology. Aquel rico yacimiento electoral del PSUC políticamente se veía a sí mismo… de centro izquierda. Aquella plaza inexpugnable del sindicalismo de Comisiones Obreras al ser preguntada sobre la clase social a la que creía pertenecer respondió mayoritariamente que a la clase media.Aquello no se vivió en el Baix Llobregat sindical como una tragedia, sino todo lo contrario. La clase obrera había iniciado el camino de la ascensión social y la labor política y sindical había propiciado la conquista de la autoestima. El Baix Llobregat –Siemens representaba entonces la quintaesencia de la comarca– no se resignaba a ser un ghetto fabril de la inmigración esxtremeña y andaluza a la cola de la renta per cápita de Catalunya, sino que aspiraba a ser una comarca de ciudadanos de primera. Sospecho que Juan García Nieto no fue ajeno a esa lectura, con su gran capacidad de encontrar las líneas estraté-gicas de avance del cada día del Baix.Sin embargo, en mi opinión, en esa búsqueda de normalización social del trabajador combativo también se produce la pérdida progresiva de identidad colectiva. En la evolución del voto del Baix –cito el Baix porque me parece un ejemplo generalizable– se percibe ese viaje a la “normalidad”, donde el voto pasa a ser el resultado de un estado de opinión transversal, más que una opción de clase. Siempre ha habido explota-dores y explotados, pero el sentimiento de clase ha ido unido a la revolución industrial. Las formas de producción, la fábrica, la relación con el trabajo, socializaba la conciencia de clase, el sentimiento de pertenencia a un colectivo con el que compartía problemas y aspiraciones. Las nuevas formas de segmentación de la identidad del trabajo, la subcontrata, la externalización, la introducción de nuevas escalas salariales, dispersa el antaño colectivo más o menos uniforme en antiguos y nuevos, unos sin algunos derechos, y los otros con esos mismos derechos condenados a extinguirse con una generación de trabajadores, los dispersa en falsos autónomos, en empleados fijos, en empleados temporales, en ETT, los últimos de la fila, cuyo reino nunca es de este mundo.Ante este proceso de eliminación de las señas de grupo, la televisión irrumpe como el gran consejero, que le da pautas de comportamiento y le empuja a tomar las grandes decisiones de consumo individuales como forma de falsa identidad social. Creo que no existe el sentimiento de clase y no se vislumbran los mecanismos para compensar las presiones que nos llevan en la dirección de reforzar la individualidad. Todo y así, aunque seamos incapaces de vislumbrar el sujeto de cambio del futuro, para dar identidad, cara y ojos al proceso de transformación social, siguen plenamente vigentes los valores de igualdad, equidad y solidaridad. Quizás hoy no exista ese fantasma que recorría Europa, pero sí existe un lazo invisible que nos une a muchas gentes del mundo, a creyentes y no creyentes. Un sentimiento global de que el mundo ha de cambiar de base. El problema es que aun no le hemos puesto nombre. No es un problema menor, porque lo que no se nombra es como si no existiese. Pero haberlo, haylo.
José Luis Atienza es treballador de banca
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